viernes, 5 de marzo de 2021

Coquitos verdes aromáticos. Por Laura Santestevan.

 



Nació en Montevideo, vive en Salinas desde 2016. Publicó 5 libros: el ensayo “William Faulkner y el otro Sur” (Rumbo 2011); “Al borde de las columnas de Hércules”, (Tradinco 2013); “Carlos Vaz Ferreira, Hegel y las prácticas sociales en las 1as. décadas del s.XX en Uruguay” (Solazul 2018); “Dante y lo femenino” (Solazul, 2018); y la novela “El espejo y la lámpara” (Rumbo 2018). Obtuvo el 1er. Premio de Ensayo A.E.D.I. 2018 por el texto sobre Vaz Ferreira; 2o Premio en Cuento por “Gigantes en las estanterías”, La Hora del Cuento 2019; Mención Especial A.E.D.I. 2020 por el cuento “El proceso complejo de Vladimir Krikov”; Mención Especial por el cuento “Venezia” (Lolita Rubial, 2013), y múltiples Menciones Especiales, de Honor y Reconocimientos en Uruguay, Argentina, Colombia, Ecuador y España. Publicó más de 200 textos en diversas antologías literarias; en uy.press Agencia Uruguaya de Noticias: “Cataratas del Iguazú” y “En buses amordazados”, y en revistas literarias (Visor, etc.). Se desempeña como Trabajadora Social en Salud Mental.


COQUITOS VERDES AROMÁTICOS      


En Parque del Plata juntaba piñas y ramitas en pequeños baldes de plástico. Hacía algo importante sin poderlo explicar. Conocía pocas palabras. Quería que sirvieran de leña para la estufa o el parrillero, pero los adultos no me entendían o no me daban importancia. 

 Mi trabajo parecía improductivo pero no lo era. Tampoco sabía qué cosa estaba mal, qué subyacía en mi sensación de vacío por la falta de gratitud de los mayores, cuando mi pequeña cabecita estaba segura, sin poder expresarlo, que no debía ser así, que aquello que yo entregaba tenía que ser algo muy valioso. 

 Y aunque estaba lejos de comenzar la jardinera, sentía la incomprensión de los adultos. Pero también había algo maravilloso, único y especial, una percepción inexplicable que vivía solamente en los registros interiores de mi ser, y que por primera vez descubría como parte del vasto mundo de mi sensibilidad. 

 Juntaba también unos trompos verdosos o amarronados que caían de los árboles. No sabía por qué los amaba tanto, si ni siquiera giraban como verdaderos trompos. Papá tampoco podía hacerlos girar, al menos lo hacía bastante defectuosamente porque los coquitos eran hermosos y aromáticos pero tenían formas imperfectas. Eso pasaba en una playa a 50 kilómetros al este de Montevideo, en lo de mi tío Tono. 

 Otras veces papá nos llevaba al Autódromo, a 30 kilómetros al oeste de Montevideo. Se llamaba así pero nunca vi correr ningún auto. Siempre íbamos, igual que a Parque del Plata, en una cachila negra, con asientos rugosos de pantazote rojo desteñido, y tardábamos bastante en llegar porque solo se podía ir por la ruta vieja. Atravesábamos el río Santa Lucía también por el puente viejo, y eso sí que nos resultaba algo verdaderamente deslumbrante. 

 La casa era de mi tía Sofía, aunque ella nunca iba. Era un rancho viejo pero sólido, con aljibe. Siempre que llegábamos la casa tenía olor a humedad y encierro y había que ventilarla. 

 La playa tenía arenas gruesas y oscuras. Era agua de río. Los árboles eran raros, semi-salvajes. Había  lagos cubiertos de hojas. Nosotros decíamos que era un pantano y nos podíamos hundir. Nos podía tragar la tierra como pasaba en las películas que veíamos en la televisión.

Una vez, paseando por la zona, empecé a sentir un olor agradable y conocido. Miré el suelo lleno de ramitas y hojas caídas, y encontré coquitos iguales a los que había en Parque del Plata. Descubrí en ellos la misma fragancia. Los empecé a juntar y me extasiaba. Sentí una delicia especial y solo mía.

 Olían igual a los de Parque del Plata. Relacionar ambos aromas, darme cuenta de que eran lo mismo, fue uno de los primeros descubrimientos sensibles y conscientes de mi vida, que además, ningún adulto me había enseñado. 

 Pero además yo no poseía aun, un lenguaje para que los mayores entendieran, era incapaz de contarles nada y explicarles mi tan vital experiencia. 

 Por eso percibir ese olor de coquitos de eucaliptus, es un don inexplicable, una de las primeras maravillas que adquirí muy temprano por mí misma a los dos años de edad, y que cuando pude compartir verbalmente y contárselo a los adultos, ya no tenía mucho sentido.

 Era algo tan mío, que aun ahora, cuando mi alma necesita sentir lo más genuino de mi yo, la sensibilidad pura del alma, la fuerza de la vida, la identidad con el mundo natural, lo más sagrado del universo, lo no contaminado por nada, allá voy donde sea, a Parque del Plata o al Autódromo, sola y sin que existan más aquellas casas de mis mayores... a juntar coquitos, olerlos y despejarme hasta el fondo, en su infinita y notable salud, fragancia, particularidad y bienestar.

 





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